Por: Vanessa Garcia
Era abril del
2006. El gran día había llegado y era el momento de partir. Atrás dejaba a mis
padres, mi hermana, mis amigas de infancia, mi ciudad, mi hogar y por supuesto,
mi zona de confort (aquel estado mental en el que me sentía segura).
Atrás dejaba mi
mundo, el único que hasta el momento había conocido, por la ilusión de un
futuro enriquecedor, prometedor y también desconocido.
Fueron varios
años materializando este gran sueño; Largos días, meses y horas soñando con
empezar una nueva vida en algún lugar lejano, independizarme económicamente,
aprender un nuevo idioma, conocer personas de diferentes partes del mundo,
viajar a fascinantes lugares, desarrollar mi carrera profesional en ese país y
por supuesto, la meta más grande: adquirir la ciudadanía australiana.
De Australia
sabia muy poco, pero lo suficiente para convencerme que Brisbane era la mejor
opción para mí. Esta hermosa ciudad costera a pocas horas de la imponente Gran
Barrera de Corral me recibió en una tarde soleada de otoño.
Mi primera
opción era viajar como niñera y aplicar para que alguna familia australiana me
diera la visa de patrocinio a cambio de vivir en su casa y cuidar de sus hijos
por un número acordado de horas semanales.
Meses después,
mi madre me expresa sus miedos e inseguridades con respecto a mis planes. “¿Qué
pasaría si tu nueva familia no se porta bien contigo?” “¿Y si se aprovechen de
ti? “Lo mejor es que lo hagamos por nuestros propios medios”, Me dijo
enfáticamente. “Aplicaremos a una visa de estudiante”. Sacudí mi cabeza en modo
de desaprobación “¿Mama, sabes lo costoso que es este tipo de visas?”
Seguidamente me explico que existía la posibilidad de acceder a parte de su
pensión, sus ahorros frutos del esfuerzo de casi 30 años de trabajo para
apoyarme en este gran sueño. En ese instante solo pensé en que de verdad la
vida, me había dado la mejor madre del mundo.
El vuelo de
Colombia a Brisbane fue 27 horas (con escala en Chile y Nueva Zelanda) que
parecieron eternas. Cuando finalmente llegue al aeropuerto confundida, asustada
y ansiosa, divise a lo lejos a un desconocido sosteniendo un cartel amarillo
con mi nombre completo. Cuando me le acerque, me saludó, murmuró algo en ingles
que no entendí y solo sonreí aliviada porque finalmente después de un largo
viaje alguien cuidaría de mí, aunque fuera solo un extraño.
Mi primera
noche en Australia fue difícil: Había llegado a la casa de una
señora por recomendación del colegio donde cursaría mis estudios de Ingles. Me
sentía exhausta, nostálgica, confundida y con mucho temor. Dormí por muchas
horas, quizá para mitigar esa sensación de soledad. Cuando desperté no sabía ni
que día, ni qué hora eran. Con el poco inglés con el que contaba pedí algo de comer
y pedí una llamada para saludar a mis padres. No pude contener mis lagrimas al
escuchar sus voces acariciándome el alma. Una parte de mi quería regresar a
casa, pero la otra parte de mi sabía que tenía que intentarlo y dar lo mejor de
mí. Ya no había marcha atrás.
Y fue así como
del otro lado del mundo, sola, sin un computador, sin internet, sin celular, sin
amigos ni familia y con poco dinero en los bolsillos y todo mi pasado empacado
en una maleta de tan solo 20 kilos, empecé a vivir el sueño australiano, el que
aun sigo luchando y disfrutando después de casi 15 años.
En ese momento
no comprendía que mi verdadera riqueza era y sigue siendo, las ganas incasables
de salir adelante y luchar por mis sueños.
Continuara…
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